El sentido de la Pascua
Una reflexión de Gianfranco Ravasi
... Hay una razón que invita a todos a no callar y está precisamente ligada a los próximos días de Semana Santa, cuando Cristo caminará ante nosotros en sus últimas horas terrenales. Lo imagino como en la película Andrei Rublëv del gran director ruso Andrei Tarkovsky, tropezando por la nieve, tiñéndola con la sangre de sus heridas, arrastrando la cruz con dificultad, seguido por la multitud de campesinos pobres y los últimos de esas tierras.
El Dios cristiano es diferente de dioses antiguos como Júpiter, relegado a su mundo olímpico dorado, apático ante el sufrimiento humano. En cambio, es un Dios que ha elegido asumir la misma cédula de identidad que la nuestra, hecha, sí, también de alegría, pero sobre todo de límites, dolor y muerte.
Él también tiene miedo y hasta horrorizado por la muerte, cuyo rostro severo aparece ante él y nosotros, a pesar de que previamente lo habíamos exorcizado e ignorado: "Padre, si es posible, pásame esta copa envenenada". Él también experimenta el aislamiento de sus amigos, los discípulos, que se mantienen distantes o, como en el caso de tantas personas que se sienten solas, lo abandonan. Él también tiene su carne herida por la tortura y experimenta hasta la peor de las soledades, el silencio del Padre ("Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?").
Al final, él también, debido a la crucifixión, muere como muchos pacientes con coronavirus, de asfixia, después de tomar una respiración extrema...
¡Cristo Señor está resucitado!
Por eso, experimentando en su carne nuestra humanidad miserable, frágil y mortal, puso en ella para siempre una semilla de eternidad y esperanza destinada a florecer.
Este virus ha enseñado muchas otras cosas a los que creen y también a los que no creen. De hecho, nos reveló la grandeza de la ciencia pero también sus límites; ha reescrito la escala de valores que no tiene ni dinero ni poder en su cúspide; estar en casa juntos, padres e hijos, jóvenes y mayores, ha vuelto a proponer las penurias y alegrías de las relaciones que no son solo virtuales; simplificó lo superfluo y nos enseñó la esencialidad; nos obligó a mirar fijamente a los ojos de nuestros seres queridos ante nuestra propia muerte; nos hizo hermanos y hermanas de los muchos trabajos, incluso dándonos el derecho a protestar ante Dios, a plantearle nuestras preguntas y quejas.
Pero sobre todo reveló un valor supremo, el amor. Muchos lectores conocen la novela del escritor colombiano Gabriel García Márquez, El amor en tiempos del cólera (1982), título que podría transcribirse para el coronavirus. Un título que es verdad sobre todo en los muchos médicos, enfermeras, voluntarios, varios operadores, dispuestos a ir más allá de la ley de "amar al prójimo como a uno mismo", para seguir ese extremo de Jesús: "No hay amor mayor que él, que da la vida por sus amigos ".
En la Biblia resuena 365 veces este saludo divino: "¡No temas!". Es casi el "buenos días" que Dios repite en cada amanecer, especialmente en el amanecer de la Resurrección.